lunes, 11 de julio de 2011

Tania Encina

Cinco de Octubre


Enciendo la lámpara
porque la luz asusta al silencio.
Las máquinas se fueron
y no recogieron los pedazos de cemento
que quedaron hace veinticuatro años
cuando comenzaron a arreglar las calles,
y los dejan ahí,
tirados,
ensuciando el pan de los trabajadores,
y los dejan ahí,
tirados y sueltos,
para que el estudiante tenga qué lanzar a la policía,
como si no fuera suficiente
con tener que barrer todos los días la puerta de la casa,
como si no fuera suficiente
con tener que salir de la casa,
a contemplar las vitrinas y los maniquies (que también caminan),
a contemplar la “ situación actual ”
que también se quedó tirada,
pudriéndose como los adoquines de la calle,
a someterse a las noticias deportivas,
para que se nos olvide que tenemos historia.
Todo se queda entre el polvo y el derrumbe,
los barcos viejos de Valparaíso,
las citronetas celestes de los abuelos,
las chimeneas de la casa antigua,
los niños chicos de la población,
también mis palabras demasiado gastadas
de tanto gritarlas por las tuberías robadas,
de tanto escribirlas para que se hagan invicibles
porque hay demasiada propaganda electoral
como para se escuchen.
Y entre las vajillas de porcelana
y entre las nuevas rejas de las plazas públicas
y el teléfono ocupado,
la luz avanza,
la luz que se cobra en las boletas de la compañía,
en las boletas que se me pierden en los bolsillos,
junto con las boletas de los bares,
junto con los cincuenta pesos de la micro,
junto con los cigarrilos que se mojaron,
porque además llueve,
y llueve también todo el desorden del mundo,
y llueven también los letreros que son públicos
igual que las plazas y los comunicados,
y se llueven también los libros
en sus ediciones piratas o en sus fotocopias difusas,
y llueve también la mentira,
y se llueven los lápices en divagaciones fracturadas.
Porque todo ayuda al derrumbe,
porque todo se queda en los esqueletos de los árboles,
porque se acaba la tinta del lápiz
y la luz cuesta caro.

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